Por Jessica Wilcox
Voluntaria de VE de Nebraska, USA
Llegué a Santiago, Chile, en septiembre del 2011. Habiendo cumplido el compromiso mínimo de cuatro meses con VE, pensaba quedarme hasta mediados de enero. A medida que esa fecha se iba acercando, decidí quedarme hasta finales de febrero. Y cuando febrero llegó y pasó, estaba seguro de que volvería a casa a finales de marzo. En algún momento durante el mes de abril, le conté a mi familia que estaría de vuelta en los Estados Unidos, a más tardar, a finales de mayo.
Cuando subía al avión para volver a los Estados Unidos en junio, nueve meses después de llegar a Chile, mi mente estaba repleta de pensamientos como “¿Cómo puedo estar yéndome ya?” Le di a la gente una multitud de razones por las cuales había decidido quedarme en Chile más tiempo del que pretendía en un principio (quería viajar más, mi español no era lo suficientemente bueno, no quería volver a casa y tener que buscar un trabajo, etc.) Pero, en realidad, lo que me amarraba a Chile era Fundación Promesa (el hogar donde trabajaba) y los 18 chicos que vivían allí.
Voluntarios antiguos me habían dicho que el tiempo con VE pasa volando. No me llevó mucho tiempo darme cuenta de que no mentían y de que marcharme, después de haber pasado sólo unos pocos meses con los chicos en Promesa, no era una opción. Para mí, los primeros cuatro meses fueron un torbellino, tratando de adaptarme a la cultura, intentando entender el español de Chile, relacionándome con los chicos del hogar e intentando averiguar cuál era mi papel allí. No creo que hubiera un momento exacto, sino más bien un cambio gradual, hasta que me di cuenta de que entrar en el hogar ya no significaba solamente entrar en su casa, sino entrar en mi propia casa. Esto no quiere decir que los chicos siempre me tratasen con cariño.
Incluso durante mis últimos meses en el hogar, aún tenía que enfrentarme a algunos de los conflictos a los que tenía que hacer cara durante mi primer mes en Promesa: recibir puñetazos y mordiscos, que me llamasen “tía tonta” o que uno de los chicos me mirase fijamente a los ojos mientras hacía exactamente lo que yo le había dicho que no hiciera. Sin embargo, estos momentos no eran nada comparados a los momentos de tener a un niño en mi regazo, pidiéndome que le leyera un libro. O los gritos de alegría que provenían de un juego de fútbol o de “pacos y ladrones”. O el rostro orgulloso de un muchacho mostrándome algo que había hecho en la escuela o una buena calificación en sus deberes. Las risas por alguna broma privada o un juego tonto, y los besos y abrazos que recibía al llegar e irme cada día.
Creo que los momentos de frustración hicieron que los buenos momentos fuesen aún más especiales, y estos hicieron que quisiera quedarme. Al ir pasando los meses, sentí que los chicos confiaban un poco más en mí. Sentí que los lazos y las relaciones iban haciéndose más profundas y fui aprendiendo más sobre cada chico y pasaba más tiempo con ellos. Los chicos que no me hablaban mucho durante los primeros meses empezaron a darme besos en la mejilla y pedirme que jugase con ellos. El muchacho que no parecía percibir mi presencia al principio, empezaría a jugar conmigo al fútbol o a contarme sobre su día.
Tener que despedirme de los chicos y de la familia que había formado en Chile, a través de VE y Promesa, fue increíblemente difícil. Al irme, me recordaron un refrán: “Qué afortunado soy de haber tenido algo que hace que la despedida sea tan dura.” Mis despedidas fueron duras porque fue lo suficientemente afortunado de pasar cuatro meses formando lazos que, después de nueve meses, se convirtieron en amistades y en relaciones que estarán conmigo para siempre.